Primero y antes que nadie, yo mismo.
Yo, que sigo un comportamiento bovino como el resto de mi clase. Yo
que escribo con la rabia del que sabe que no depende de éstas líneas
para vivir. Yo que no estoy donde debería estar. Que no camino las
calles ni abrazo a la gente que debería abrazar.
Esta semana el periodismo argentino
nos ha regalado una crónica maravillosa sobre la superación de un
niño a través de las adversidades que ha tenido que vivir. Nos han
contado por medio de la prensa, la radio y la televisión la historia
de Lucas Cesio, un niño de doce años que ha vivido los últimos
seis en la calle junto al resto de su familia. Hay varios detalles
sobre los que vale la pena detenerse. En primer lugar, dada la
difusión, pareceria que Lucas es el único niño argentino que vive
en la calle, pero no es asi. Hoy en día no hay cálculos fiables
para saber cuántos niños están en situación de calle en
argentina, pero si se sabe que hay unos seis mil que no tienen
cuidados parentales (familiares) en Buenos Aires y que son la mitad
del total del país según Unicef (datos del año 2011).
Lo que maravilla y babea a la clase
media argentina y a sus pseudoperiodistas, es que Lucas y su familia
¡no han pedido dinero! Eso emociona el tibio culo de los
consumidores de mierda periodística y ejemplos de vida. Cuenta Lucas
que camino de la escuela pedían en almacenes, cafés y panaderías.
“Con
mi familia no pedíamos plata, lo único que queríamos era lo que
les sobrara para poder comer. Si nos querían dar dinero les decíamos
que no, que preferíamos una empanada”
Imaginen a la mamá de Lucas comprando remedios en la farmacia y
pagándolos con vigilantes o bolas de fraile del día anterior.
La noticia emociona mucho. Al ser
entrevistada por la periodista Magdalena Ruiz Guiñazu, la directora
de la escuela de Lucas, Karina Gorenstein, exponente brillante de una
clase social hipócrita y que vive de las apariencias, le contesta
que está “orgullosa de ser tapa de Clarín”.(Radio
Mitre 18-12-2015)
La noticia es replicada centenares de
veces. Que nunca más uno de esos llamados “negros cabeza” se
queje de su situación, Lucas pudo. Que no pidan ayuda, habitación o
planes para sobrevivir, Lucas pudo. Estos hipócritas empleados de
empresas de publicidad que se autodenominan periodistas, escriben
temblorosos con los dedos a punto lágrima la historia de este chico
como antes escribieron la historia del niño refugiado sirio ahogado
en el mediterráneo. Nada dicen de los otros miles. Nada. Se quedan
en un caso particular ninguneando los otros miles de casos
particulares de los que no lo logran. De los que no logran vivir en
la calle sin ser lastimados física o psicológicamente. Nada dicen
de los que no terminan la escuela, de los que trabajan en talleres
clandestinos de costura de la familia de una primera dama o en los
yerbatales de algún expresidente, hoy embajador.
¿Cómo es posible que un niño
viviendo en la calle forme parte de la realidad cotidiana y aceptada
de una inmensa mayoría que se piensa “decente” de un país? No
llama la atención un niño que vive en un coche abandonado, lo que
llama la atención es que haya terminado la escuela sin molestar a
nadie. Lucas dice, “Una
vez nos mandaron a un parador que tiene la Ciudad para los que viven
en la calle, pero fue horrible. Nos miraban mal y nos gritaban. Esa
noche la miré a mi mamá y le dije que no quería venir nunca más y
que prefería estar en el coche”.
Cuando la gente parecida a Lucas intenta tomar un terreno para dejar
de vivir en un coche y vivir algo mejor, los vecinos saltan
horrorizados ante el aluvión de los morochos. Quizás esa sea otra
de las explicaciones para el fenómeno lacrimógeno. Lucas no es
morocho, o sea que podría ser cualquiera de nosotros ¡válgame
dios!
El Estado está desaparecido. No
importa cual sea el alcance territorial ni quien esté a cargo del
Estado. Si un solo chico vive en la calle, es proclive a que lo hagan
mierda en cualquier momento. Y el Estado no está. Ni el Estado del
país con “Buena Gente” ni el Estado de “En todo estás Vos”.
La mitad del país todavía está en éxtasis por la década ganada y
la otra mitad todavía no deja de festejar el Cambio.
Hace un par de años estaba caminando
por el barrio porteño de San Cristóbal. Por encima de algunas
calles, atravesándolas de forma perpendicular, pasa la autopista que
conecta el sur de la ciudad con el aeropuerto de Ezeiza. Debajo de
esos “puentes” muchas familias acampaban con todas sus
pertenencias. Se veían bajo las frazadas y los plásticos los
muebles, la ropa y los juguetes. De vez en cuando se veían sitios
que estaban desiertos pero con rastros de hollín en las paredes y en
la acera. Les pregunté a mis amigos si sabían que era eso. -Si,
-me decian,- los vecinos les incendian las cosas. Son peligrosos,
nadie los quiere cerca.
No, nadie los quiere. Salvo que sea
Lucas y salga en Radio Mitre, TN o Clarín.
No, nadie los quiere. Salvo que yazcan
ahogados, en alguna playa del mediterráneo.
Nadie los quiere.
Excepto si sirven como una perfecta
cortina de humo que tapa la torpeza de un Estado que, ahora es
evidente, se dispone a fabricar muchos más Lucas. Algunos saldrán
airosos, los demás serán víctimas de la avidez de unos pocos y la
apatía del resto.