viernes, 31 de octubre de 2014

CUATRO CUENTOS BREVÍSIMOS Y UN EXABRUPTO




UNO
No sé porqué me llamó la atención el tipo. Quizás era su mirada, una mezcla de decisión con algo de timidez, si es que esa mixtura que roza el oxímoron es posible. Era un tipo con apariencia corriente. Usaba camisa celeste, jean y zapatillas. Tendría unos treinta años, o quizás un poco menos. Tenía puesta una gorra negra con una pequeña visera. El tipo estaba de pie en una esquina muy transitada y cada tanto alguien se lo llevaba por delante sin querer. Algunos mascullaban una disculpa y otros seguían sin prestar atención. Pese a los empujones y al gentío, se mantenía de pie y miraba hacia un lado y otro como si estuviese a punto de comenzar a hacer algo que ni él mismo sabía que era. Comenzó a mirar fijamente a una señora algo mayor que caminaba con la que seguramente era su nieta. A la señora le quitó torpemente la cartera y a la nena, con un gesto rapidísimo, le sacó el chupetín de la boca. En medio de los gritos de la vieja y de las miradas que comenzaban a reparar en su figura, el tipo se elevó unos centímetros del piso. Yo no atiné a nada, estaba sorprendidísimo con todo lo que estaba pasando, o quizás me quedé quieto porque no soy de reaccionar rápidamente. Nadie pareció notar que el tipo se elevaba cada vez más. Desde una altura de unos tres metros el tipo flotaba sosteniendo la cartera de la vieja con la punta de sus dedos. Llevándose el chupetín a la boca le sonrió con suficiencia a la muchedumbre. De pronto un chabón le tiró un adoquinazo al grito de “¡ladrón hijo de puta!”. El muchacho se vino abajo y la multitud empezó a pegarle puntapiés, a insultarlo y a escupirlo. Llegó la policía y, mientras se lo llevaban, el tipo no dejaba de murmurar “puedo... ¡puedo!, dios mío, ¡puedo!”. Uno de los policías le dijo paternalmente: “no pibe, eso no se puede hacer, está mal.”
Durante tres o cuatro días todos en el barrio comentaban asombrados de que alguien tuviese la osadía y la desfachatez de robarle a una señora mayor y a su nieta. Aunque otros, aún más asombrados, se decían que había que ser medio boludo para robar en un lugar tan transitado y frente a una comisaría.



DOS
Todos caminan presurosos rumbo al trabajo o a la escuela o hacia alguna asquerosa obligación de esas. El papel está tirado en el piso, ya tiene marcas de varias suelas. Alguien repara en él y lo levanta. El papel tiene una escritura casi ilegible. Está escrita con tinta azul y en cursiva:

Podría haber nacido en cualquier sitio del planeta. Entonces, podría estar preso de cualquier circunstancia cultural. Podría haber nacido pobre o rico, podría ser un miembro más de la clase media en Uganda, Paraguay o Irlanda. Pero el azar me hizo nacer aquí, con estos programas de televisión y no otros, con estas golosinas y no otras... Podría haber nacido en cualquier época. En la época de los prodigiosos brahmanes hindúes o en la época de los milagros en el Mar de Galilea. Podría haber nacido en Mongolia, donde siempre es la misma época histórica, pero nací en esta, donde existe la anestesia pero todavía no existe la mayonesa que no engorda. Algunos insisten en que las circunstancias las fabrica uno mismo. Tonterías. Estamos presos de decenas de variables que escapan a nuestra voluntad. Quizás por eso, la única certeza es la muerte. Quizás por eso la espero con ansiedad, como si fuese el único hecho definitivo y sin margen de contextualización (que palabra de mierda para escribir en cursiva), o de interpretación.”

En un costado del escrito había una multiplicación: “12,345,679 x 9
Y del otro lado, el papel estaba impreso y se leía “Tintorería Pekín” y más abajo: “un saco: lavado y planchado 16,75,-”




TRES
Lo deseó intensamente. Sabía que esa era la principal condición para que ocurriese. Y sabía que también era un requisito ineludible que ese deseo durase día tras día durante meses y años. Que el deseo tenía que transformarse en una obsesión abrasadora y que no bajara la intensidad en ningún instante. Esa tarde, en la soledad de su habitación se enfocó una vez más en lograrlo. Cerró sus ojos y dejó que la adrenalina recorriera todo su cuerpo y se hiciera dueña de cada uno de sus músculos. Lloró conteniendo las lágrimas detrás de sus párpados. Se abandonó en la calidez del llanto sin dejar de estar enervado, sin perder la concentración ni la tensión. Sus ojos cerrados se enceguecían de manchas fosforescentes. Perdió la noción del tiempo. Cuando abrió los ojos supo que lo había conseguido. Había huido, ahora habitaba otro cuerpo. Sereno y cauto, dedicó los primeros segundos a sentir su nuevo estado. Se miró unas manos pequeñas muy blancas. Estaba sentado sobre una cama. Miró el suelo de madera y las paredes cubiertas con ilustraciones de animalitos y caricaturas amistosas. Había una caja donde asomaban juguetes. Estaba emocionado, ¡era un niño!. Tenía toda una nueva vida por delante. Podría, en esta especie de eternidad, estudiar más idiomas, probar otros estudios, y más adelante disfrutar de nuevas mujeres...
No se atrevía a bajar de la cama. No sabía en que lugar estaría. ¿Cómo serían sus padres? ¿Tendría hermanos? ¿En qué año estaba? ¿En qué sitio del mundo estaba viviendo?
Del otro lado de la puerta cerrada de la habitación se oía una discusión entre un hombre y una mujer que, de a poco, iba subiendo de tono. Acarició el acolchado rosado y reparó en la fila de muñecas que lo miraban del otro lado de la habitación. Se vió a él mismo con una musculosa con volados rosados y una falda que le cubría “sus” piernas de no más de ocho años. Toda una vida se había entrenado y esforzado por lograr la transmigración y volver a ser niño. El truco de la inmortalidad. Pero ahora estaba dentro del cuerpo de una niña. Se sintió raro pero no se asustó, es algo que estaba en las probabilidades. Fuera de la habitación hubo un estallido de vidrios rotos. Ahora la discusión entre el hombre y la mujer era a los gritos. De pronto hubo un escándalo de sillas caídas, otro vidrio más y el grito golpeado y roto de la mujer. Silencio. Lo único que se oía era un sollozo debil a lo lejos. La puerta se abrió de golpe con una patada, la luz debil y el olor a alcohol entraron juntos. Supo que pasaría toda una vida para intentar huir de ahí.




CUATRO
Tres de la mañana. Control remoto en la mano. Me estoy por quedar dormido. Apreto el botón, noticiero en francés. Apreto el botón, cartoon network. Apreto el botón, noticiero repetido del mediodía. Apreto el botón, un coso que adivina el futuro. Apreto el botón, juego de llamar y ganar. Apreto el botón, más dibujos animados. Apreto el botón, uno de barba larguísima y turbante habla inexpresivo mirando de frente. Subo el volumen.. “...ques más porque ese no es el camino. Porque hay un lugar donde están todos los objetos perdidos. Un lugar muy cercano al infierno. Un lugar donde están las llaves, las pelotas de plástico, los chupetes, las lapiceras y las medias sin su par. También está la lista de todos los besos que no has dado, por cobardía o distracción. Está todo lo que pudiste haber sido. Pero las personas que amamos no están ahí, esas siempre se quedan con nosotros...
Apreté el botón y apagué la tele. Me fui a dormir un poco frustrado. Nunca hay una teta cuando hace falta.



CINCO
Por el culo te la hinco.




martes, 14 de octubre de 2014

CABEZA PARLANTE


Estoy mirando mi último amanecer.

La noche pasó como siempre. Un poco fresca y bastante tranquila. Las noches fueron el único alivio en medio de esta asfixiante realidad. Mi mirada se perdía y mi alma se liberaba en la generosidad del cielo plagado de estrellas. Nunca la oscuridad fue tan brillante como la de esta semana que pasó. Mis últimas seis noches fueron silenciosas y solitarias. Mi consuelo fue la soledad. Ahora, mientras sube el sol por última vez para mi, me invade la certeza de otro día de gritos y de la crueldad sin culpa de los niños.

Soy la “Cabeza Parlante”. Eso gritan los niños. El primer día guardaron una distancia prudente a mi alrededor. Tenían curiosidad pero también cierta sensación de peligro. Luego uno de ellos juntó valor y se animó a escupirme, luego lo siguieron los demás. Pero cuando el sol se ponía, las madres llamaban para la cena, entonces los niños se iban, y yo me quedaba a salvo envuelto en la soledad del desierto. Mientras la noche crecía podía ver las casas a lo lejos con las ventanas iluminadas y un poco más tarde como se apagaban una a una hasta que todo era oscuridad y estrellas.
Creo que no tiene sentido contar que fue lo que hice. Es cierto, hice algo malo. Pero también es cierto que bajo el pretexto de la ley, la gente hace cosas horribles y el sadismo se exhibe amparado en forma de correctivo para los demás. Ahora nadie pronuncia mi nombre y nadie me dirige la palabra. Solo los niños me gritan “Cabeza Parlante”. Mi nombre quedará olvidado y solo seré recordado por mis faltas y, sobre todo, por el castigo.

Después de la sentencia lloré mi culpa y grité por clemencia. Pero la condena ya había sido impuesta y los hombres que me arrastraron hasta aquí hicieron lo que tenían que hacer sin decir palabra.
-¡Cabeza Parlante!-, gritaban los niños. Luego se animaron a saltar a mi alrededor. El polvo que levantaban con sus pies mientras gritaban me asfixiaba y se pegaba a mi rostro cubierto de sudor, la arena se metía por mi nariz y bajo mis párpados hinchados. Cuando los grandes no se daban cuenta, también me arrojaban desperdicios sin dejar de cantar, -¡Cabeza Parlante, llora un poco más!-.
Durante las primeras horas supuse que el suplicio sería mirar indefinidamente hacia un mismo lugar como una especie de corrección por haber tomado un camino que no era lo que la ley (y las costumbres) permiten. Pero luego, a medida que pasó el tiempo, empecé a sentir la arena a mi alrededor y una dolorosa inmovilidad. Me enterraron hasta el cuello, me cansé de gritar perdón, no podía parar de llorar. La arena me comprimía cada parte del cuerpo y apenas me dejaba respirar. Con el correr de las horas sentí la garganta áspera como el mismo polvo que me rodeaba y la sangre de mis labios reventados fue el único líquido que pude tragar.

Tengo que pagar por lo que hice hasta que ya no se pueda exprimir más culpa de mi, pagar hasta morir.

Sé que en la oscuridad y bajo las sábanas, hombres y mujeres hablan en susurros de todo lo que ocurrió. Sé que casi todos en el pueblo han hecho en alguna oportunidad lo mismo que yo. La diferencia es que nadie nunca se animó a decirlo. La diferencia es que todos lo niegan y hasta ahogan el recuerdo para sí mismos. Lo que no se nombra no existe. Lo que hice mal, al fin y al cabo, fue decir públicamente lo que hice sin remordimientos. Desafié un orden en el que todos, armados de hipocresía, se habían acomodado.

Y ahora tengo que sufrir la vergüenza colectiva. Mi vida destrozada por quebrar un tabú.
Cuando por fin se den cuenta que he muerto vendrán por la noche y ocultarán mi cadáver. Al otro día nadie hará preguntas y poco a poco seré olvidado. El castigo quedará flotando en el recuerdo de cada uno como una advertencia. Mi vida le dará más tiempo a la Costumbre.

El sol sigue subiendo y hace rato que mi cabeza yace de costado. No tengo fuerzas, ni siquiera, para sentir miedo. Me estoy apagando. No puedo abrir los ojos, pero oigo los gritos y las risas que se acercan.

Casi puedo adivinar la decepción y el desencanto que sentirán los niños cuando, por fin, lleguen hasta mi.


jueves, 2 de octubre de 2014

PACIENCIA

     No es que no tenga palabra. La tengo. Y compromiso también.
     La rutina diaria y, sobre todo, la falta de la misma, hace estragos en mi capacidad de crear nuevas historias. Y no es que no las tenga. Les falta un poquito de trabajo, de trabajo de escritor.
     La tentación me hace ir para el lado de la narración de algunas historias casi verdaderas donde lo más importante son sus personajes y no tanto lo que sucede en ellas. Pero decidí que no tengo ganas de que existan por aquí unos cuantos hijos de puta.
     La lista de personas queridas es, cada vez, menos extensa. Lástima no haberse quedado a vivir en la adolescencia. Es una pena no haber vivido en Londres y dejar la ventana abierta. Nunca tuve oportunidad de mudarme a la la Isla del Nunca Jamás. Quizás soy un poco injusto con este señor que me mira desde el espejo. Un poco harto, sospecho, el espejo.
     Se acumulan las historias que me piden unas horas de trabajo, pero también unas horas donde lo único urgente sean solo ellas.

     Está la de la bruma en Barcelona y la huida de tres amigos hacia las alturas del Tibidabo.
    
     Está la del tipo que nota que van desapareciendo cosas a su alrededor, primero el desodorante, al otro día un par de zapatos. Lo desconcertante es cuando descubre, fumando un cigarro desde el balcón de su casa, que falta un edificio en la línea del horizonte que conoce de memoria.
     
     Hay otra historia que tengo escrita en la solapa de un libro que no puedo encontrar y sospecho que está en una de esas cajas apiladas sobre el armario.


     Unos días más.