lunes, 25 de mayo de 2015

ZEIDE (1915 / 2015)


Mi abuelo ( el Zeide) fue un hombre de pocas palabras. No estoy hablando de un tipo parco o huraño, por el contrario, mi abuelo era cariñoso y expresivo con sus sonrisas y sus abrazos. Pero mi Zeide tenía poco para decir. Fue un hombre de campo y de trabajo y las pocas palabras que pronunciaba eran seguras y compactas como bloques de hormigón. Tenían que ver con el trabajo, con la honestidad y la lealtad.
Mi abuelo prescindió de la pirotecnia discursiva y desdeñó el pasatiempo de apilar razones para una argumentación. La elocuencia de mi abuelo era su trabajo físico. Y sus silencios eran un tratado de ética. La mayoría de imágenes que recuerdo de mi abuelo son de su cintura para arriba. Fueron muchísimos años de trabajar tras el mostrador en la inolvidable despensa Oasis en la calle Bolívar de Mar del Plata. Mi visión de niño sobre él era de perpetua admiración, me sorprendía su fuerza para levantar varios cajones de vino de una vez o como alzaba un montón de cajas de latas de conservas sobre las que yo trepaba para mirar mi mundo infantil desde un punto más elevado que mi metro quince de altura.
Mi abuelo también fue niño. Un niño que trajeron sus padres huyendo del saqueo de Beltsi, cuando Moldavia todavía era Besarabia. Un viaje en barco cruzando el atlántico para ponerse a salvo de la fuerza bruta y destructiva del nazismo. El niño se hizo adolescente y luego adulto en los campos de piedras de una Neuquén de principios de siglo veinte. Lo vieron en Zapala y también en la cima del Copahue. Él me contó de sus días de trabajo en la tienda de ramos generales de Loncopué, en como hacían contrabando a través de la frontera con Chile. Me contó la historia de la cicatriz en su frente y la bala que picó tan cerca. Me contó que comenzó a fumar tabaco a los seis años y que también lo dejó unos meses después. También supe de algunas expediciones urgentes y necesarias.
Tuvo una compañera inolvidable, un hijo que murió demasiado pronto y una hija cuyas travesuras en la niñez ya son leyenda. Soy el hijo de esa nena que se refugiaba en el tejado de la casa para huir del castigo.
Me contaron de mi abuelo Isaac saliendo al balcón, engañado por el sonido del viento, creyendo que era la voz de su hijo, aturdido de dolor y negando la certeza de la tragedia. Luego se encerró en el trabajo y en las siestas. Se encerró detrás de una mirada que a veces desaprobaba los exabruptos de los nietos y que la mayoría de las veces los observaba con orgullo.
Esta página electrónica es apenas un débil reflejo de una de las personas que más he amado en mi vida y que hoy hubiese cumplido cien años. Tengo un abrazo que lo busca desesperadamente. Sin embargo me habita como otros. Mi abuelo anda dentro mio con su trabajo y sus labios apretados, con sus manos fuertes y su voz segura. Anda con mi abuela Matilde, juntos, para siempre. Ellos recorren toda la memoria del niño que fui y salen a pasear entre estas letras, durante este grito mudo, estas lágrimas
este amor.